martes, 10 de abril de 2018

El genio que abandonó Nueva York


Entre los emigrantes que llegaban a Nueva York a finales del siglo XIX corrió el rumor de que había un genio en la antorcha de la estatua de la Libertad.
Era verdad. Era un genio francés, amigo de Bartholdi, el escultor. Había entrado en América en una de las 214 cajas en las que dividieron la estatua, venciendo las inclemencias del Atlántico, como todos aquellos pobres de la tierra que ahora contemplaban con esperanza su luz encendida.
«Enviadme a aquellos, los desamparados, los sacudidos por la tempestad. ¡Alzo mi lámpara junto a la puerta dorada!», decía la escultura. El genio no cabía en sí de orgullo. 
Además, como la lámpara no tenía propietario (la Libertad era de todos y de nadie), el genio cumplía los deseos de tantos como la frotaran. Tuvo mucho trabajo en los comienzos: concedió hogares, reunió familias y hasta logró el poder de devolver la vida a algunos que la perdieron en los barcos.
Durante todo el siglo XX fue testigo de muchas cosas. La lámpara sufrió daños en la I Guerra Mundial, padeció reformas importantes y se cerró al público. Nueva York crecía, geométrico y deshumanizado, alejándose cada vez más de su luz.
En 1985, tras décadas de estar con los brazos cruzados, el genio vio cómo guardaban su antorcha en un museo y en el lugar de su faro colocaban una masa de oro, totalmente hueca. Fue entonces cuando gritó: «Ça suffit!», ¡hasta aquí hemos llegado!, disolvió como pudo su contrato con Bartholdi y se marchó de allí con la firme intención de no volver.
Se refugió en una taberna de Marsella, donde contaba su historia a cualquiera que se le acercara. Allí todos lo tomaban por loco. Decían que murmuraba sin parar: «L’or n’est pas comme la lumière, l’or n’est pas comme la lumière…». El oro no es lo mismo que la luz.

Deseos de nunca acabar (Lumen Ilustrados, 2017).
Texto de Vanesa Pérez-Sauquillo.
Ilustraciones de Fernando Vicente.




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